miércoles, 1 de octubre de 2008

Llueve.


La doña lleva las bolsas del supermercado y apura el paso. En la esquina, tomando una coca, un grupo de chicos intentan adivinar en que charco finalmente la señora, tropezará.
Las palomas que habitualmente giran por el cielo del centro, ya se encuentran protegidas, entre las viejas columnas de una casona de calle Santiago, que supo ser pensión de inmigrantes.
En la esquina de Santa Fe y Mitre, esperan el 115. El clima es perfecto, para invitarla a ir por un cafe. Le pide disculpas por anticipado, pero siente la obligación de cuidar las botas nuevas de ella, que acepta el cafe, y la infantil excusa.

Un abuelo viudo aprovecha y saca sus plantas al balcón. Sonríe. Como si alguien lo mirara de lejos. Siempre lo va a estar mirando, este donde este.
En la iglesia de San Luis y Mendoza, un mendigo comparte frazada con dos perros. Todos duermen a salvo.
Hay una madre que deja faltar a sus hijos al colegio. Se quedan hablando hasta las once en la cama. Juegan, cantan a los gritos y el olor a tostadas, invade la casa.
Preocupada por su primera cana finalmente decide enfrentar la realidad, y saca hora en la peluquería de calle Corrientes, que desde atrás de la ventana nunca lucio tan linda, casi sin gente.
Desde el último domingo llueve en Rosario. Con el olor del empedrado mojado, la gente busca refugio de las gotas. De las pequeñas historias de la calle, no hay paraguas que nos salve.

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