Sobre la vereda, se escucha la balacera diaria. Y todos corren desesperados. Armados con maletines y sin cascos, agitados alcanzan el ingreso del subte como la trinchera de los aliados. Entonces, te veo arrinconada leyendo a Girondo en un viejo vagón de la línea A. Entre tipos que te miran disimuladamente. Sos completamente vos, cuando pasas de página, y escribís frases cortitas al margén, con un lápiz sin punta. Que tras ser lápiz, vuelve a ser broche de tu pelo enredado. Y me mirás, y me elegís a Cesar Vallejos, a Girondo, o González Tuñon, porque crees que me va a gustar, y tienes razón. Y me contas, con entusiasmo que este es peruano, que aquel viajo a Paris sin un mango, y el de la tapa del libro negro, es un burgués de vacaciones. Y lo relees. Y no crees que escriba eso en los años treinta. Y yo no creo estar ahí. Y pasan las estaciones. Pasco, Congreso, Sáenz Peña, Lima. Y ya no se donde bajarme. Porque no se como despedirme.
En Buenos Aires, siempre es hora pico. Las puertas del subte dejan entrar y salir gente. Sin excusas, suelta las manos y brinda otras. Y entre un oficinista y una estudiante de derecho, desapareciste. La lucidez, entre parpadeo y parpadeo, me dice que no eras vos. Acá todo el mundo ladra, y a vos te asustan los perros. Vos no eras. Si a vos te gusta ir sobre el empedrado de Montevideo, y en el subte se va por debajo. No, no eras vos. Acá, sacan boleto las mujeres terrestres y vos, sabes volar.