viernes, 27 de marzo de 2009

Si estas paredes hablaran.


Las paredes oyen. Escuchan lo que opina el panadero, segundos después de dejarte escapar, por Tucumán con el pelo mojado y el pan aún caliente en una bolsa de papel. Se enteran descascaradas y con manchas de humedad, de las ganas que disimula el hombre. Las de beber el vino más dulce. De tu espalda. Entre las sábanas de la imaginación.
Paran la oreja, las paredes. Y están todo el día atentas a los temas que retumban en la calle. La gente opina de muerte mientras esperan el 143, que no viene más.
Hay mañanas que no pueden aguantar, y también dan su opinión las paredes de la ciudad.

domingo, 22 de marzo de 2009

Romeo y Julieta.


El 29 de enero de 1529 William Shakespeare nos hacía caminar por Verona, y ser los terceros. Testigos en cuestión, entre tantos Montescos y Capuletos. Romeo y Julieta, llevaban las historias de amor, más allá de la vida. Más allá de la realidad.
En el año 1943, un grupo de jóvenes entusiastas rosarinos trajo la obra al Teatro Scala, hoy Mateo Booz. Disfraces cedidos por familias adineradas de la época, guiones adaptados a las carencias de eses y, giros lunfardos lograron sobre las tablas un realismo absoluto en su primer y única función.
En uno de los palcos laterales del teatro, se ubicaba el padre de una de esas familias bien. El señor Guspí había cedido en la gala varios vestidos de época, dinero para el alquiler de la sala, y a su hija menor. Julieta era la indicada para el papel. Por belleza, por ese “noseque” y principalmente por las esenciales donaciones de su padre.
Poco habituados al teatro y a la distinción entre realidad y ficción, los hombres del lugar pedían desesperados un médico para la bella Julieta tras la última línea de la obra. Tropezaban sobre el escenario con los ojos llorosos y puños armados. Su padre se vio obligado a interceder en medio del caos. Aclaraba que la joven estaba bien, a la sorprendida platea. Pero no fue suficiente.
Tras la interpretación, valientes caballeros cruzaban la ciudad, para pedir por la bella Julieta, quién asustada no se asomaba a su balcón de la calle Buenos Aires. Ofrecían viajes a rincones exóticos del mundo. Grandes herencias, lujosos autos. Vidas por su mirada. Nada de esto alcanzaba.
Julieta pasó los días mirando hacia adentro. Lejos de la calle y de alaridos de los muchachos solitarios. Sus salidas eran ínfimas. Empezó por faltar a misa de domingos. Las clases de teatro, continuaron sin su presencia. En el colegio ya nadie la esperaba.
Su familia, no tomo recaudos en cuidar de su pequeña, hasta que se mudaron del lugar un tiempo después.
De la historia solo queda un balcón. En el primer piso de Buenos Aires 1363. Lo hizo construir su padre.
Los abuelos recomiendan levantar la mirada, si es que el colectivo pasa despacio por el lugar. Si es que el domingo se presta para caminar y ella no nos esquiva con alguna excusa. En el lugar, continúan incansables. Desafiantes. Tres guardianes que rompen con las intenciones de los ocasionales romeos y cuidan de la realidad, a la bella Julieta.

Vuelo UX 041


Finalmente, el boleto de Air Europa, coincidió con el almanaque. La maleta en el coche y el abrazo apurado en el portal. En la bufanda, el aroma a último café de este enero nevado.
Hablar de volver a casa, suena apresurado. Injusto. Porque los días fueron poblados de familiares, amigos y socios con abono de temporada. Gente porfiada en eso de hacerte sentir, cuando hay noches en que no hay mucho más que ofrecer, que esto que soy.
Vendrán horas en autovía hacía una Madrid en blanco y negro que se maquilla de luz de neón para otro viernes a la noche que va a empezar. Con conductores dejando atrás la rutina de la oficina, y acelerando hacía un abrazo que los salve de la crisis. Con un Barajas frío y lleno de gente. Que esquiva perfumes libres de impuestos y lagrimas en equipaje menor a veinte kilos. Colmado de miedos a volar y al futuro.
La azafata de película, me trata de señor y pregunta si necesito algo. “A ella”, confieso. Una Coca Cola y el periódico logran tranquilidad. Me duermo pensando solo y hablando con una pareja de ancianos ingleses. Desean conocer el sur.
Ezeiza no entiende de larga noche sobre el mar y me grita en la cara. Calor y humedad. Con el pasaporte en la mano, me río del tipo de migraciones. Se piensa que con un azul sello de entrada, va a demostrar que me fui durante un tiempo. Me río y pienso en la escritora francesa Yourcenar.
“¿A dónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti.”

domingo, 15 de marzo de 2009

10 de enero.


Cuenta, Eduardo Galeano en El Libro de los Abrazos, de un mediodía de mar. De sol. De amigos, vino y camarones. Y continúa. “Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño”.
Y es ese el ejercicio que me preocupo por hacer, cuando la tarde se siente con todo el cuerpo. Porque mientras caminábamos el Cantábrico, yo por primera vez y Eva como si lo fuera, el sol pegaba donde había historias. Y alumbraba viejas huelgas de astilleros y veranos en la tranquila playa del Poniente. Del casco antiguo de Gijón y Jovellanos. De zonas de drogas y viejas estaciones de trenes. El seguía allí y estuvo todo el fin de semana de fondo. El Cantábrico.
Tomé la precaución de hacerle una foto que a alguien le iba a gustar a mi regreso.
A doce mil kilómetros de ahí, nacía Sofía. Fue el 10 de enero. Y toda esa alegría va a estar siendo recordada por siempre.

sábado, 14 de marzo de 2009

La Fábrica

(Las chimeneas pierden, su vomito de humo)


Lucía crece todos los días con mi hermana. Y mi hermana con Lucía. A la tarde va a inglés y esta muy orgullosa de habla tres idiomas. El de Shakespeare, español y argentino.
Una de esas mañanas de sábado, en las que interrumpía a abrazos un libro o un desayuno, descubre por la ventana del living un negro humo. Le hablo de la fábrica de nubes. De sus misteriosos operarios y las máquinas que conducen. De su milenaria historia y los reyes que quisieron apropiarse de la receta. La hago participe del secreto, haciéndole jurar que romperlo será fatal para el destino de todos. Se pone seria y asiente. A los diez minutos, vuelve con su madre y hermano. Frente a la ventana explica con detalles de ingeniera. Hoy, están haciendo solo de tormentas.

domingo, 1 de marzo de 2009

Ribadelago II


Eloína no corrió la suerte de sus padres y cuatro de sus cinco hermanos, porque su abuelo estaba enfermo. Su cuerpo no tuvo que ser identificado por sus ropas entre lodo y piedras, porque esa noche toco cuidar del anciano, junto a una de sus hermana. Su abuelo vivía en la parte alta del pueblo. Por eso Eloína hoy, habla de sus nietos e hijos. Sirve café y escucha amablemente las preguntas sobre aquella jornada.
Eloína, en Ribadelago aún es la hija del cartero. Al otro día de la tragedia, sin tomarse tiempo para nada, tomo su saco, y salio a repartir la correspondencia del pueblo como si nada hubiese pasado. No hubo tiempo para preguntas ni lamentos. No hubo tiempo para lagrimas entre tanta destrucción. Creció escuchando a su padre, y la importancia de las cartas en un pueblo de seiscientos habitantes. Alejado de todo. Donde las novedades llegaban a través de esa vía. Respirando en el frío lugar es imposible imaginarse a esta mujer. Esquivando escombros, muerte y agua. Buscando direcciones que ya no existían. Preguntando por familias enteras que fueron enterradas en lo profundo del Lago de Sanabria. Caminando con un saco lleno de cartas y pena. Un día después de haber perdido casi toda su familia.
En un estante del salón hay fotos de sus nietos. A la derecha, sonríe a color una hija recién casada y asoma una antigua revista en blanco y negro. Supongo que quién firma la noticia, habrá quedado sorprendido de la historia y sintió la obligación de trasmitirla. Cincuenta años después, la obligación es mía.